Y ellos que creían

Ella se levantó antes que él, miró su silueta blanca sobre la cama, con la punta del pie trazó un dibujo imaginario en la alfombra.

Hacía calor con las ventanas cerradas, las abrió despacio, con cuidado de no hacer ruido. El aroma a verano inundó la habitación. Las cortinas se mecieron despacio y la brisa la hizo estremecerse, se filtraban rayos de luz y motas de polvo revoloteaban a su alrededor. La habitación estaba en absoluto silencio, la forma en que lo miraba resultaba dolorosa.

Él despertó, se llevó la mano a la cabeza y se la pasó por el cabello, se desperezó con una sonrisa que inundó la habitación, ella le devolvió una sonrisa triste.

Ella desvió la mirada para mirar por la ventana, pero su mirada vagaba perdida, en realidad no observaba nada, no veía nada, el cielo gris empezaba a ennegrecerse.

Tuvo la impresión de que ambos estaban esperando algo, se quedaron así un momento, callados. Él se levantó, se acercó a ella, sus manos se rozaron, ella se tensó. Le apretó con fuerza la mano, ella se relajó y sus dedos se entrelazaron.

Se quedaron quietos. Respiró profundo y percibió el intenso aroma de su cuerpo, cerró los ojos y se obligó a pensar

“-Todo está bien”.

Quiso detener el tiempo y los pensamientos que bailaban en su cabeza, pero al abrir los ojos, el reloj seguía marcando los segundos y entendió de pronto que ya no les quedaba mucho tiempo. Sintió un aleteo en su corazón, se obligó a contener las lágrimas y calló, sabía que dijera lo que dijera no sonaría convincente. Él nunca la creería.

Él no sentía que aquello que una vez los había unido se estaba deshaciendo y ella intentó imaginarse lejos de allí, dejar de sentir el miedo en las entrañas por qué ni tan siquiera el presente le bastaba ya.

Vuelve a mirarla y no hace nada, ella vuelve a mirar al vacío. Después de un silencio que ninguno rompió, ella sintió el de alejarse de él. Salir de la habitación, abrir la puerta de la calle y echar a correr, pero debió ser que los planetas no estaban alienados y sus pies se quedaron pegados al suelo y ni siquiera se movió un milímetro cuando él se acercó más a ella, la estrechó entre sus brazos y la atrajo hacia él y aunque su piel se erizó no fuer de deseo como él imaginó, pero calló ella y se preparó para disfrutar él.

Ella disimuló la tirantez de su cuerpo, deshaciéndose de su abrazo. Qué impotencia sentía cada vez que callaba, qué pena, cada vez que regateaba su boca para no encontrarse con sus labios.

Aprendió a fingir, a contenerse, a dar y no recibir, a asentir a todo con una sonrisa distante, a callar por qué poco o nada tenía, ya que decir.

Se le olvidó soñar, se volvió invisible, fría y callada. Aprendió a sonreír de una manera extraña, con risas carentes de alegría, a sostener la mirada con ojos inexpresivos y fríos.

Y de repente su voz rompió el silencio y ella se asustó y se asombró ante lo que escuchaba:

¡Lo siento! Y antes de que ella pudiera reaccionar, él siguió hablando,

-Siento todo lo que te hice sentir y lo que no. Lo que no puedo darte, mis actos sin sentido, mis palabras hirientes lanzadas como dardos, mis promesas vanas que nada te ofrecen.

Ella no quiere escucharlo, pero él insiste:

-Todo, lo siento todo.

Las lágrimas se cuelan entre sus palabras y estalla en llanto, se abraza a ella derrotado y un silencio negro y profundo se vuelve a apoderar de ellos.

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2 comentarios en “Y ellos que creían”

  1. Es una cruda realidad que suele ocurrir cuando el amor pierde todo su valor, cuando la distancia aún sin notarse se hace inmensa y los sentimientos se van quedando huérfanos.

    A veces es la impotencia recíproca de esperar a que el otro reaccione sin darnos cuenta de que nos alejamos sin luchar por lo que sentimos, otras es tan solo que nos sentimos defraudados y ya no hay manera de recuperar esos sentimientos que un día estuvieron vivimos.

    Un relato poético muy bueno

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