Inclemente

Se sumergió en lo más profundo de mi alma. Se apoderó de ella y se la llevó para siempre.

Me lastimó, me arrinconó, me traicionó y más tarde me rechazó, entonces los días se volvieron vacíos.

Las voces empezaron a sonar, dejé de ver con claridad la realidad y una nacarada penumbra se apoderó de mí.

Mi mirada se volvió inquieta y desconfiada.

Me quedé llena de recuerdos que aprendí a abrazar y a acariciar en los días tristes.

Mis pensamientos se volvieron caóticos, luces y sombras empezaron a oscilar a mi alrededor, mi corazón palpitó desde entonces intranquilo.

Me invadió el silencio y me acomodé,

Lo peor fue que al marcharse dejó la puerta entreabierta, lo que me llevó a sentir algo inexplicable en lo más profundo de mi ser, y así, sin darme cuenta, até mi presente y mi futuro al pasado, con un nudo tan fuerte que fue imposible deshacerlo.

Me llevó al borde del precipicio y me dejó allí a merced de los vaivenes de la nostalgia, empecé a acarrear mi tristeza en soledad, de vez en cuando, caía al vacío y era terrible, no tenía como, ni donde ni en quién apoyarme para poder salir.

Se me enredó la voluntad con la cordura, olvidé la manera de olvidarlo. Desde entonces, anduve por la vida de puntillas, despacio con cuidado y sigilo, como si anduviese sobre una fina tela de araña que en cualquier momento pudiera romperse.

Toda mi vida lo sentí a mi lado, intenté recordar cada día el sonido de su voz, el tono de sus susurros, el calor de sus manos, el brillo de sus ojos.

Cuando comencé a olvidarlo todo, empecé a actuar, a representar un papel, a crear una obra donde inventar una vida.

Representé una función para creer que podía, que era feliz, solo la verdad vivió dentro de mi interior.

Para atenuar el dolor a veces salía de mi soledad, pero volvía de inmediato a mi cárcel, cuando me daba cuenta de que no quedaba nada del él.

Pero no era dueña de mis actos, la angustia y la desesperación no me dejaban en paz, una desesperanza atroz se apoderó de mi voluntad, un anhelo profundo.

La desdicha me volvió fría y a angustia me convirtió en un ser terriblemente hueco. Me embriagué de pena y dolor.

Lloré, el llanto me agotó, pero no me reconfortó, aún menos los recuerdos que acudían a mí para atormentarme, todo empezó a arder en mi interior, lo echaba en falta todo el tiempo.

Y nada iba bien, nada funcionaba en mí, ni en mi cabeza ni en mi alma. Yo quería morirme, pero no morí. Desde entonces fui como un tímpano de hielo, pues una tempestad de pena y tristeza se había desatado en mi interior, no conseguía encontrar la paz que había perdido.

Me volví miserable, pensé y me aferré con fuerza a la idea de que, a pesar de su abandono, de su indiferencia, de su frialdad y de su humillación, muy en el fondo él, me seguía amando, yo había sido suya y no podía ser de otra manera, qué ingenua era.

Nunca tuve rencor, no sentí desprecio, ni rechazo, no pensé jamás en intentar olvidarlo. Sacarlo de mí era como morirme un poco, me daba un miedo terrible reconocer que nada había significado en su vida, que no había dejado huella en él.

Un amor enfermizo creo que se apoderó de mí para siempre, que fue hermoso, porque fue real, efímero en el tiempo, pero eterno en mis recuerdos, en mi interior y que jamás pude expulsar de mí a pesar del dolor que me causaba.

Él, él debió morir, pues yo era su vida y me abandonó.

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